SABIDURIA DIVINA

No creo en Dios, soy ateo desde los 9 años, pero en el caso de que éste existiese conmigo habría demostrado ser poseedor de una sabiduría supina por haberme creado tal y como lo hizo. Yo fui uno de esos niños a los que todo el mundo constantemente le decía que era muy guapo. Me recuerdo ruborizado escondido detrás de mi madre recibiendo halagos por parte de un mundo adulto que yo no comprendía muy bien. Esto me dio una seguridad y una fe en mí mismo que a día de hoy aún perdura, un poso que se cimentó en mi cerebro y que alimentó mi ya conocida vanidad.

El niño engordó, mucho, pero seguía teniendo la misma carita y luchaba por entender el ataque del mundo infantil que aprovechaba esta nueva debilidad para cebarse en él y los piropos del mundo adulto que seguían adulándole continuamente. Crecí en un mundo adolescente sabiendome guapo, que era los que mis admiradores usaban en mi favor, y con 20 kilos de más, que era los que mis oponentes usaban en mi contra. Como nunca fui tonto, si de algo he estado seguro en algún momento es de mi inteligencia que tantos problemas me ha dado, preferí creerme a los primeros y hacer como que no existían los segundos.

Un día, decidí reconciliar las dos partes. Con 18 años perdí todos aquellos kilos con la creencia de que con el fin de la grasa me convertiría en una especia de cisne emergente del que todo el mundo sin reparo se iba a enamorar. Pues no, mis planes no salieron como yo esperaba. Perdí el peso demasiado rápido lo que hizo que mis carnes se quedaran blandas y con forma extraña a la vez que el desarrollo hormonal se dedicó a sacarme pelos por sitios nada recomendables. A ojos de los demás, con mi ropa supermona, sí que había cambiado. Evité los ataques fáciles pero comencé una lucha conmigo mismo de odio feraz a mi visión delante del espejo. Para colmo de males hizo acto de presencia la alopecia, el cabello hasta aquel momento había sido mi otra gran baza, pero empezó a caer a la vez que mi cuerpo empezaba a adelgazar.

Ahora recuerdo con cierta gracia un día en que mirándome los huecos que se me iban quedado en el cuero cabelludo me puse a llorar ante la impotencia de mi madre, preguntándole por qué me tenía que tocar todo lo malo a mi. Es normal, la imagen siempre había condicionado mi vida y por más que yo luchase no podía ser aquello que los adultos, cuando era un niño, habían predecido que iba a ser.

A día de hoy me doy cuenta de que si con mi alopecia, mi vello indeseado y mis carnes flotantes sigo siendo un vanidoso, que por cierto ya se ha reconciliado con el espejo, de no haber pasado por esos traumas me habría convertido en alguien insoportable de los que miran a los demás por encima del hombro. Uno de esos jóvenes de gesto altivo que pretenden en los demás una admiración continuada. Ahora comprendo que todo tiene un sentido, que mis defectos me han hecho como soy, que me gusta ser como soy, un vanidoso atado al suelo consciente de sus límites, consciente de que hay vida más allá de un cuerpo esbelto y musculado y de una cabellera lustrosa y perfecta. Ahora comprendo, que hay una sabiduría divina que conmigo se ha hecho patente porque me ha equilibrado. Y ahora me marcho a Córdoba a reencontrarme con todo aquello que me alimentó la vanidad que nunca viene de más.