NARCISO

Al lado de mi cama hay un espejo. Está muy cerca, como a un metro. Cuando te tumbas te puedes ver de cuerpo entero, algo que da mucho juego cuando alguien me acompaña en el lecho. Pero el otro día tuve una experiencia diferente, de repente me percaté de algo de lo que nunca había sido consciente. Estaba con una de mis presas masculinas. Este ejemplar me daba la espalda a cuatro patas ofreciéndome un lomo liso, delgado, extrecho y suave. Yo, desde atrás cabalgaba penetrándole con un movimiento lento, dulce y rítmico. Gire la cabeza para divisar la escena desde el espejo y de repente, me vi. Vi mi cara, mi gesto animal, mis ojos salvajes, de loco, mirándome directamente a mis ojos salvajes, mi boca entreabierta, en tensión jadeante y húmeda, los orificios nasales desplegados expulsando e inspirando aire como un buey que bufa. Bajé la vista por mi nuca recién rapada, el cuello, normalmente delgado se había ensanchado. Unos hombros bien dispuestos se apoyaban sobre los brazos. Uno, agarrando el pecho de mi contricante como un luchador grecorromano mientras con la mano pellizcaba uno de sus pezones como intentando desgarrarlo. El otro, sobre el colchón, manifestando una leve musculatura. Mi pecho enorme y velludo, blando y tenso, con los enormes pezones contraídos al máximo se depositaba sobre su espalda en un acople perfecto. El sudor bajaba lentamente por mi columna hasta llegar a mi culo. La pelvis se movía sin parar, como el centro de un motor, haciendo que se arqueara todo el cuerpo con una cadencia constante que aquella visión en el espejo acrecentó. Poco a poco aumentaba el ritmo fruto de la excitación. Por un momento imaginé que aquel al que poseía, aquel al que oía jadear, era yo. En ese momento, follaba conmigo mismo, y mi cuerpo empezó a galopar más excitado que nunca, más cachondo, me penetraba a mi mismo con fuerza, con ira, con la mayor animalidad que podía, sin darme tregua, empujando como si la vida se me fuera en ello. Hasta que sentí la presión que provoca el semen a punto de salir y dejé que explotara dentro de mi propio cuerpo, soltando un chorro abundante, a gran presión, haciéndome sentir un placer más allá del habitual.

Me desplomé, sobre mi espalda. En ese momento perdí la visión que de mi tenía a través del espejo. Y, a la vez que hiperventilaba con una leve sonrisa, comprendí por qué normalmente, tengo esa extraña sensación de que todo el mundo quiere follar conmigo.